septiembre 23, 2007

El amor según Páez, (Revista: La Nación 23/09/2007)




Dos de sus últimas creaciones hablan del sentimiento amoroso en todas sus formas: su película, ¿De quién es el portaligas?, y su disco, Rodolfo. Un sentimiento universal, en el relato de uno de los artistas argentinos más representativos



Una noche de velorio en 2007. Casi primavera. Un hombre acaba de morir, y su hijo desconsolado escucha una vieja historia en boca de un amigo:

–Yo llego al sanatorio, en Rosario, y mi tío, que era el médico clínico de la familia, me dice que mi viejo está muy mal. En las últimas. Le pregunto si está consciente y me explica que no, que está inconsciente ya. Yo entro en la habitación y me acerco despacio. Le hablo, lo miro, lo abrazo con mucha fuerza. Entonces, a mi viejo le empieza a rodar una lágrima por la cara. Es una lágrima redonda, grande, una lágrima verdadera. Mi viejo es un hombre en el ocaso de su conciencia, y sin embargo es capaz de sentir que ha llegado su hijo. Lo huele, o lo escucha, se conecta profundamente con él, y sólo después se muere. Ese acto es una forma divina del amor.

El hijo de la lágrima, el protagonista de aquella historia que ahora puede consolar a un amigo, es Rodolfo Páez. De amores se trata la vida, según dice sentado en un sillón rojo, tocando en su guitarra esa canción de Charly García que habla de un pecado mortal. “Ella se quedó sin boda ni arroz”, reza una triste estrofa. Pero suena el teléfono y su asistente interrumpe para avisar que está llamando el distribuidor de ¿De quién es el portaligas?, la película que el rosarino acaba de alumbrar, en la que el amor –en este caso ligado al absurdo– se escurre por todas partes, igual que en Rodolfo, su último disco, en el que ese sentimiento aparece reflejado de mil maneras.

Sus hijos lo esperan hoy en su casa. Páez vive solo, pero los ve todo el tiempo. Y los disfruta. También escribe todo el tiempo –es columnista de adncultura–, o “balbucea” textos y canciones, como él mismo cuenta.

Así las cosas, llegó la primavera.

–Yo no me acuerdo de ninguna primavera florida. Siempre fueron primaveras de bufanda, lluvia y truenos.

–¿Es cursi hablar de la primavera y del amor? O, mejor dicho, ¿se puede hablar de todo eso sin ser cursi?

–No hay que tenerle miedo a ser cursi. El que usa la palabra cursi, generalmente, esconde complejos. ¿Se supone que habría algo que sería lo que debe ser, que no sería lo cursi? La gente dice: “¡Ay, qué cursi!” Pero, ¿qué te importa si un día llorás con una telenovela? ¿Quién dice que eso está mal?

–Una escritora norteamericana, Diane Ackerman, dice que los sinónimos del amor son “vergonzosamente escasos”. Y que si un hombre o una mujer del antiguo Egipto aparecieran hoy, por arte de magia, en una fábrica de autos de Detroit, se sentirían perdidos, pero no les ocurriría lo mismo si vieran a un hombre y a una mujer besándose.

–Sí, es cierto: hay pocos sinónimos, y, al mismo tiempo, todo el mundo entiende ciertos códigos. De todas maneras, si bien el beso o la caricia transmiten la idea del amor de pareja como paradigma de lo que se piensa en la media que es el amor, también pueden ser otra cosa, como eso que yo le contaba a mi amigo sobre el día en que mi viejo murió. Ahí, en ese hospital, yo pensé que si el amor se podía definir, era exactamente eso.

Cuando uno le lame las heridas a una persona querida, cuando le pone un paño en la frente para que se le vaya la fiebre, o le pone música, eso es el amor. Yo, con los años, descubrí que el amor no es el amor de la primavera, el de los adolescentes. Igualmente, ese amor lo celebro. Y me encanta.

–En su último disco aparece el amor en sus diferentes formas: el amor de pareja, el amor a los hijos, a los maestros, a los momentos de soledad, el amor al lugar en que nacemos, el amor en situaciones extremas...

–Sí: hasta hay una madre que le dice a su hija: “Mato y muero por vos”. Matar o morir por alguien también es una forma muy poderosa del amor.

–El amor occidental está habitualmente ligado al sufrimiento. A eso de: “De cada amor que tuve tengo heridas”.

–Eso es narcisismo puro. El amor es amar las cosas con las que uno se vincula, con las que vivís. No importa que eso tenga o no tenga sentido, o que no te ofrezca un rédito afectivo. El amor no se pide, se da. Debe ser el único espacio en el que, al menos yo, no busco ningún rédito. Y esto lo digo con alegría. Por supuesto que la herida narcisista está cuando uno no es correspondido; eso ya lo sabemos. Pero a mí, en ese punto, me interesa más San Agustín: el amor como un goce sin medida.

–¿Un goce individual?

–El amor esconde un extraordinario y saludable egoísmo. Dar amor siempre te hace sentir bien, y eso es maravilloso. Tenés el beneficio secundario de la ofrenda. Y la oportunidad de ser generoso, sobre todo si pensás que la pasión amorosa es más urgente que todo lo demás: si alguien necesita amor, hay que dárselo. Y no preguntarse si es cursi.

–¿Qué es lo que más atrae del sentimiento amoroso?

–Que nadie sabe bien de qué se trata.

–¿Y de las mujeres? Se lo pregunto porque en ¿De quién es el portaligas? se exhibe cierta fascinación por la lógica femenina, o al menos por el modo en que las mujeres suelen enfrentar determinadas situaciones.

–Me atrae mucho el rol que juega la impronta personal en las mujeres. Yo he estado en pareja con mujeres de mucho carácter. Eso de “mando todo a tomar por el culo y no me importa nada”. Me divierte cómo alguien que construye algo después lo puede desarmar. Esa libertad, esa valentía, la veo en las chicas. Pero no la veo en los hombres.

–¿Cómo son los hombres?

–Somos más básicos. Nos gusta emborracharnos, el fútbol, estar juntos, hablar de chicas. Eso no quiere decir que no tengamos nuestro espacio para miradas filosas, pero funcionamos, como te digo, de una forma más elemental.

–El corazón de su película es la historia de tres mujeres que se encuentran 20 años después de haber compartido épocas intensas. ¿Por qué un cuento 20 años después?

–Porque es la manera de decir una cosa importante: que el cariño que esas tres mujeres se tenían cuando eran niñas trasciende todo. Esta ahí, es un amor profundo que también puede llamarse amistad, y que las une a pesar de muchas cosas.

–¿Un amor incondicional?

–Algo así.

–¿Como el que se tiene por los hijos? (Paéz tiene dos: Martín (7), que adoptó con Cecilia Roth; y Marguie (3), con Romina Ricci).

–Uy, ese amor es incomparable. Yo, por mis hijos, me pongo delante de cualquier golpe. De cualquier bala.

–Hablando de cosas bellas, como los hijos, una de sus canciones dice que “las cosas más hermosas ocurren sin querer”. ¿No hay nada que podamos hacer para provocarlas?

–Cada vez creo más en la idea de la suerte. Trabajar y hacer cosas no es una medalla para colgarse porque casi todo es producto de la suerte. Te pasan cosas con la música porque tuviste la suerte de encontrarte con un piano en el lugar y en el momento indicados.

–¿No es narcisista eso de decir “yo no tuve nada que ver con lo que soy, con lo que me pasa, con lo que otros admiran de mí”?

–Lo que quiero decir es que el hecho de que a mí me interese lo que yo hago no merece ninguna medalla. Algunos me dicen: “Qué valiente que hiciste esta película después de tal o cual cosa...”. Y, la verdad, yo no siento que haya arriesgado nada. No hice nada que no hubiera querido hacer, y tuve la suerte de poder hacer lo que quería. Y también digo: valiente es un tipo con una bayoneta en un frente de guerra, o el bebe que acaba de nacer en Bosnia con una pierna menos.

–Además de la suerte, ¿importa el tiempo?

–Es el único dios. “El implacable”, como lo llama Pablo Milanés. Es lo único que tenemos y lo único que perdemos y nunca ganamos. Tu tiempo, tu momento, tus deseos, tienen que funcionar, porque quizá de eso se trate la felicidad: de satisfacer tus deseos sin joder a nadie, y de poder disfrutar de la felicidad de los demás. Acá hay otra definición del amor: saber disfrutar de la alegría del otro. Y entender que, con el tiempo, el amor se transforma, se convierte en otra cosa, permanece de otra manera. Y eso no debería alarmarnos tanto.

–¿Disfrutar de la alegría del otro es lo contrario de la vanidad?

–Sí. La gente se vuelve loca por vanidades. Mirá un poco lo que diría Shakespeare: “No te da bola, Otelo. Dejate de joder. No te vuelvas tan loco. Y vos, Ricardito III, ¿por qué tanta maldad?, ¿para qué?”

–Demasiados extremos, sin grises...

–Claro. Basta de todo eso. Por suerte, después de Shakespeare vinieron Oscar Wilde, Borges, David Lynch, Almodóvar. Las cosas dejaron de ser tan extremadamente apasionadas, y no todo significó la muerte o la desgracia cuando no se satisfacían las necesidades más íntimas. Además, nadie tiene verdades. Y con los años aprendés que lo que vos hagas nunca le va a caer bien a todo el mundo, y que, al mismo tiempo, las comisarías que más funcionan están dentro de uno.

–¿“La lucha es de igual a igual contra uno mismo”?

–Exactamente. Si hay una lucha, es con vos mismo. No importa lo que digan los demás; no importa lo que te critiquen. Lo que importa es si vos te lo creés o no. Es muy paralizante ponerse en ese lugar del artista que vive con la página en blanco porque siente que lo mira la Historia. ¿Qué quieren? ¿Hacer algo después de Joyce para que quede en los libros? ¡Imposible! Mozart ya escribió toda la música que se podía escribir. Eso hay que tenerlo claro: escribir para uno, para los que uno quiere, para tu perro. Pero para la Historia, no.

–Se lo escucha bastante liviano de equipaje. ¿Habrá aprendido la lección sobre la libertad, como las chicas de su película?

–Yo quiero mi libertad, pero también mis cárceles. Me las gané. Las quiero de verdad. Eso de vivir la vida al límite, a esta edad, ya me aburre. Ahora disfruto cuando me meto en la cama, y me quedo ahí abajo, sintiendo la sábana en la piel. Yo digo que mientras pueda filmar y hacer discos, siempre me voy a salvar del manicomio. Y que ahora lo que más importa es que la gente que yo amo esté feliz.

–¿Algo más que decir?

–¿Vos no querías una nota para hablar del amor? Bueno, ahí tenés un buen final: ya hablamos del amor, de principio a fin.


Por Valeria Shapira



Los caminos de Fito
El amor que nos sorprende cuando menos se lo espera; la furia que se hace aullido frente a la violencia de la sinrazón; el romance casi infantil que florece entre las mesas de un bar de la calle Corrientes; los personajes de una ciudad que se va volviendo hostil y, de nuevo, el amor, el que ya fue pero nunca dejará de ser del todo. No hace falta decir los nombres para saber de inmediato de qué canciones de Fito Páez se trata, porque ya forman parte del sonido de esta tierra, del cancionero de estos pagos.

Es que el rosarino, casi apenas llegado a Buenos Aires, puso en el título de su primer disco solista el año de su nacimiento, 1963. Una forma de marcar coordenadas y dejar así en claro que estaba ubicado en un tiempo y un espacio, en una época, y que de ella y de él cantaría.

Pero a esa sensibilidad, a esa asunción de su lugar de cantautor, Fito Páez suma la habilidad y el trabajo del músico. Así, como pianista y cantante, ha ido creciendo y superándose; buscando nuevas sonoridades y caminos distintos para no dormirse en los laureles del talento; trabajando con otros, de Spinetta a Gandini, y tomando riesgos, como, ahora mismo, el de grabar un disco –Rodolfo– de pura voz y piano.

Por Adriana Franco

La autora es editora de Espectáculos

Romeo y Julieta
“El era Romeo y ella, Julieta. Y la vida no valía nada.” La historia es terrible, está narrada en el tema El verdadero amar (uno de los que integran Rodolfo) y comienza con dos chicos que toman pasta base. Resulta inevitable compararla con 11 y 6, un tema que Páez escribió en los 80 sobre dos chicos de la calle que juntos podían “más que el amor” y eran más fuertes que el Olimpo. Después de ese amor puro, vinieron años peores (Páez escribió El chico de la tapa, que “vendía flores en Corrientes” y perdía a su chica en una sala de algún hospital).

–Y ahora, esta historia de Romeo y Julieta en la que se mezclan el amor y la muerte.

–Ya no puedo ser tan ingenuo como antes; la vida cambió. Sin embargo, como pasa en la canción, a pesar de tanto dolor hay algo que siempre e puede hacer para que la historia termine de otra manera.